El futuro del artista o del artesano depende más de las elecciones culturales de las personas que de los avances de la tecnología; el aura de las versiones originales y las ventajas sobre las copias. ¿Cuál de estos dos retratos fue hecho por una computadora?
Hice esa pregunta hace unos meses en un tuit que mostraba un cuadro de un pintor europeo del 1800 y otro generado por Mario Klingemann usando una red neuronal. Las respuestas se dividieron de manera pareja entre ambas imágenes.
En octubre del año pasado, en una subasta de Christie’s, una obra hecha sobre la base de un algoritmo por el colectivo de arte francés Obvious (su eslogan: «La creatividad no es exclusiva de los humanos») fue vendida en US$432.500. El retrato del ficticio Edmond de Belamy alcanzó un precio mayor al de un grabado de Andy Warhol y al de una obra de bronce de Roy Lichtenstein que estaban expuestos junto a ella.
La inteligencia artificial no es capaz, hoy en día, únicamente de pintar. También compone música más o menos tolerable. Escribe poemas, que por ahora son bastante malos, y produce videos como el trailer de la película Morgan, editado por un algoritmo. ¿A cuánto estamos de que pueda «actuar» a partir de la combinación digital de imágenes de actores de carne y hueso en la vida real, como especulaba El Congreso, una película de 2013 basada en una la novela de Stanislav Lem de 1971 sobre realidades virtuales? (Nota al pie: en el año 1971, la virtualidad de Lem era alucinógena; en 2013, es digital).
¿Podremos asegurar, entonces, que la inteligencia artificial es capaz de reproducir la creatividad?
Quizá valga la pena, antes de responder, preguntarse qué es la creatividad, concepto vago si los hay. La creatividad puede referirse a la innovación, en el sentido de encontrar nuevas ideas o soluciones prácticas. Pero también tiene otro sentido, relacionado a la creación, que es más controversial. En 1936 el filósofo alemán Walter Benjamin argumentaba -en su libro La obra de arte en la era de la reproducción mecánica- que la diferencia entre La Gioconda y una impecable reproducción mecánica del cuadro de Leonardo radicaba en que la primera tenía un «aura», una condición asociada a su unicidad, a su época, a su contexto, y a que el observador (el actual y el potencial, el otro) sabe que fue hecha por Leonardo, autor único e irreemplazable, y que de algún modo algo de Leonardo sigue presente en el original. Se trata de un ingrediente subjetivo que valoramos infinitamente y que no es reproducible mecánicamente. De ahí, su incalculable valor y su precio.
¿Puede la inteligencia artificial reproducir el aura? Por ahora, parecería que no, ya que la inteligencia artificial, como en el caso de retrato de Edmond de Belamy, solo es capaz de copiar el proceso de creación. En este sentido, esta inteligencia no es inteligente en el sentido de Turing (el del robot autoconsciente, confundible con el humano, que aprendimos de la ciencia ficción), sino en un sentido pasivo: no piensa como un humano, sino que identifica patrones sobre la base de información compilada por humanos. Del mismo modo, pinta o compone «en el estilo de».
Pero la pregunta relevante tiene que ver menos con la posibilidad de tener un Leonardo 2.0 que con nuestras elecciones de consumo. ¿Es la creatividad de la creación el último bastión de lo humano? En lo personal, puedo escuchar en la radio música hecha por una computadora, pero difícilmente vaya al recital de una máquina. No compraría una reproducción mecánica de un cuadro famoso, prefiero invertir en obras de arte originales de pintores más accesibles, pero dudo ante formatos intermedios como el grabado y la litografía. El mix de original y copia es, en última instancia, personal: depende de las afinidades estéticas, de la intensidad del aura y de la restricción presupuestaria.
La trinchera de lo humano
Los expertos coinciden en que la nueva trinchera del trabajo humano está en las ocupaciones intensivas en «inteligencia social» y «creatividad». El cuidado de niños y ancianos o la docencia son ejemplos del primer tipo, que probablemente enfrenten con éxito la competencia de robots mascotas, cuidadores digitales y enseñanza online. También podría incluirse en este grupo parte del trabajo terapéutico y clínico: el médico probablemente delegará el diagnóstico básico (correlaciones entre síntomas y enfermedades que se hacen de manera más eficiente con inteligencia artificial) preservando el contacto humano (seguramente seguiremos prefiriendo oír de su boca qué nos aqueja y cuál es el pronóstico).
El campo de la creatividad es más ambiguo. Si el aura de Benjamin es irreductible, si la producción digital del arte es apenas otra versión de la reproducción mecánica, entonces hay todo un grupo de ocupaciones, usualmente relegadas en los estudios de empleo, que estarían menos expuestas a la automatización: artistas plásticos y audiovisuales, compositores e intérpretes, cantantes y actores, escritores y poetas.
Y, si bien a primera vista puede ser que estas ocupaciones representen una fracción menor del empleo, el mismo argumento puede extenderse fácilmente reemplazando al artista por el artesano.
Si ya valoramos la artesanía por sobre sus copias industriales, ¿hasta qué punto la automatización de nuestras prácticas y consumos no potenciará la demanda por lo artesanal, lo casero, por las pequeñas imperfecciones y diferencias de las piezas únicas?
(Digresión: La premisa es válida incluso para consumos no culturales. Pensemos, por ejemplo, en la carne sintética creada a partir de células madre de origen animal. Al igual que en el caso de los dos retratos al comienzo de esta nota, la carne real y la sintética suelen ser indistinguibles. Dentro de unos años, la carne sintética será tanto o más barata que la real, y es probable que perdamos la aprehensión cultural que hoy nos provoca, o que incluso haya quienes la prefieran por motivos extraculinarios. ¿Habrá situaciones en las que queramos comer carne «real»? ¿Será que el bife real también tiene su aura, que la inteligencia artificial puede soslayar, pero no reemplazar?).
Hay un sinnúmero de actividades automatizables donde la supervivencia del trabajo humano dependerá de esta barrera natural difícil de caracterizar. Del mismo modo en que preferimos el original a la copia, o seguimos yendo al Colón a pesar de que una grabación suena más límpida que la música en vivo, el futuro del artista o el artesano dependerá menos de la tecnología que de nuestras elecciones culturales. Y si estas elecciones los favorecen, las «ocupaciones culturales» probablemente tengan cada vez más demanda, en la medida en que el progreso tecnológico se distribuya regalándonos más tiempo para el ocio y el esparcimiento.
La pregunta (con perdón de Benjamin) sobre el aura de nuestros consumos es un aspecto esencial del debate sobre el futuro del trabajo que suele pasarse por alto. ¿Será hora de buscar en las industrias culturales algunos de los trabajos del futuro?
Economista, decano de la Escuela de Gobierno de la UTDT
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